Núm. 24 (13): Escuela, violencias y experiencias. Enero-junio 2022
La escuela, como territorio, se construye a través de la relación entre diversas experiencias, es el centro de producción de subjetividades que se pondrán en juego el resto de la vida (tanto en términos del uso de unos saberes técnicos mínimos para el ejercicio de la ciudadanía política, como en la formación de “recursos humanos” para la producción económica). La modernidad, en su diseño disciplinario y panóptico, tenía claros los objetivos de la operación del dispositivo escolar, produciendo estudiantes (y, sólo por extensión, jóvenes) obedientes, dedicados, atentos y dispuestos al aprendizaje.
Esta totalización tiene que ver con la disminución de variabilidad, con la eliminación de la diversidad, en síntesis, con la uniformación de los estudiantes, la tendencia hacia una unidimensionalidad que extirpa o trata de extirpar otras experiencias, sometiendo a los estudiantes a la crudeza de la exclusividad de la vivencia escolar, mutilando la riqueza subjetiva que se manifiesta, entonces, en formas de resistencia, las cuales, para mantener la unidimensionalidad de la experiencia escolar, deben ser sancionadas. Por ello la escuela es un lugar de formación disciplinada, plagada de reglamentos y prohibiciones que buscan la construcción positiva de un sujeto normal.
La violencia social, ejercida por el sistema de sociedad, enmarcado en un capitalismo de consumo que agrega nuevas formas de estratificación además de las de clase, etnia o raza y género, permea a la escuela y promueve formas de violencia aparentemente exclusivas al territorio escolar: el llamado bullying, o violencia entre pares, la violencia antiescolar, identificada como la acción directa contra la escuela, desde lo material hasta lo simbólico; en esta violencia se entrelazan las fuentes de la violencia social (la desigualdad social) con las diferencias culturales entre la experiencia social y la experiencia escolar, es decir, la disparidad entre los capitales simbólicos adquiridos previamente a la experiencia escolar y sus choques en la simultaneidad de las experiencias.
El bullying parece la cuartada perfecta para ocultar violencias más estructurales, tanto como síntoma y su mutación mediática, para promover unas selecciones institucionales que dejen de lado asuntos más fundantes, como la transformación del dispositivo escolar. Con esta violencia, el dispositivo escolar, como proceso, busca aferrarse a su forma disciplinaria en un contexto social donde las infancias y juventudes deben ser contenidas, en un ambiente socioeconómico donde no se les puede asegurar trabajo ni estudio superior. Y la circularidad viciosa en la que se encuentra la sociedad actual asfixia la escuela, una institución que es cada vez más necesaria para encauzar a los jóvenes ante una familia depredada por las condiciones sociales. Porque la escuela es una herramienta de contención de los entornos peligrosos, ahí infancia y juventudes se encuentran en un lugar seguro, donde pueden vincularse con sus pares de otra manera, según otras reglas del juego que afuera serán revocadas. Esa dicotomía dentro-fuera es el drama más consistente de la escuela, sobre todo si se entiende a la escuela según sus relaciones con la violencia social que le brinda contexto.
Las condiciones actuales que vive México respecto a la violencia han complejizado el fenómeno más allá de un síntoma de descomposición social, que, si bien es patente, las formas de la violencia contemporánea la han convertido en una forma autónoma de sus fuentes, es decir, está más allá del síntoma para convertirse en forma social. Aunado a esto, es necesario observar cómo se ha afectado la experiencia escolar y social en sus especificidades bajo el contexto de la crisis sanitaria provocada por la pandemia COVID-19, que ha desplazado el territorio escolar a otros territorios como el ciberespacio y el hogar.
Coordinador del número: Hugo César Moreno Hernández